viernes, 7 de agosto de 2009

La Jactancia de la Gacela


Un buen día abrí los ojos y sentí el acre olor que llena las salas de hospital. Un sonido de voces y pequeños frascos en las manos de enfermeras me hicieron concluir que en efecto estaba en una cama, atado a una serie de mangueras que salían de todas partes de mi cuerpo. Mi prisión estaba adornada también por aparatos que mantenían un sonido constante, un chillido por allá, un estertor por acá. Pero estos no eran el mayor de mis descubrimientos. Intenté mover mis manos, apoyarme en el frío colchón y de un tirón dejar de una vez por todas la blanca cama que me aprisionaba con fuerza. Mi sorpresa: no logré mover el brazo, ni la mano, ni el dedo ni la parte más diminuta de mi organismo. Eran mis ojos los que, por algún extraño artificio, funcionaban aún y me conectaban de alguna forma con mi circunstancia.

La voz nasal de mi hermana a través de la puerta me hizo averiguar que también conservaba algo de mi sentido del oído. Con todas mis fuerzas intenté gritar, revolverme como un gusano, bajar de esa cama y al menos arrastrarme viperinamente hasta la puerta, golpear y salir de esa celda que me mantenía inmóvil. No lo logré. Tan solo pensarlo me agotaba. Intenté averiguar si en aquella habitación inmersa en el claroscuro había otro ser viviente, algo o alguien que lograra llamar la atención de mi hermana que aún hablaba al otro lado de la puerta.

De repente el silencio. Poco a poco, lejos ya del estupor inicial, comenzó a apoderarse de mí un nerviosismo azul que se fue convirtiendo, con la complicidad del silencio, en un terror infinito.

En mi horizontalidad logré escuchar que la puerta se habría lentamente, cadenciosamente, llena de malicia. Oí los pesados pasos de mi hermana Julia, sollozando, acercándose macabramente hacia mi lado. Sentí una dicha enorme, al fin la ayuda que había anhelado justo antes que el pánico me destrozara. Sin embargo, Julia tan solo sollozaba y rezaba, un rezo monótono, cacofónico, entrecortado por suspiros, húmedo de lágrimas. Mi calma se transformó de nuevo en miedo.

Nuevamente un descanso a mi ya mancillada cordura cuando inquieto, me doy cuenta que Julia me habla, que se dirige a mí, que de alguna forma transformó su plegaria en súplica, pidiendo acaloradamente en su silencio mi perdón, recordando a nuestra madre, despreciando a nuestro padre, asaltada por remordimientos de su ingrata vida. Constantemente repetía: - Perdoname, por favor, perdoname – teñido luego de incoherencia y confusión.

La oscuridad no permitía a Julia ver el horror en mis ojos, mis gritos que no alcanzaban más que el silencio. Descubrí las intenciones de mi querida hermana. Mi situación había despertado en ella la más grande compasión y había decidido terminar su sufrimiento a través de mi muerte.
Ante mi lúgubre descubrimiento, en mis entrañas comenzó a hervir la sangre, como un volcán furioso en plena erupción, como el despegue magnífico de una nave espacial, como el majestuoso salto de una gacela para jactarse ante su guepardo, como un resorte… me liberé de mi prisión.

Junio, 2009.

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