lunes, 30 de noviembre de 2009

Macabre Hefesto

Por encargo del algún rey, uno de muchos que han caminado ufanos por la tierra y que de esos pasos no voy a referir nada en este relato, inicié mi trabajo.

La crueldad infinita que regaba esas tierras cálidas hacía a sus pobladores gozar y vanagloriarse de los actos más infames que se hayan presenciado.

Muchas de las máquinas atroces que el rey usaba para su diversión nacieron en los rincones más oscuros de mi mente macabra. El sol y la sangre olorosa a hierro, carcomieron mis entrañas al punto que en mí no quedó ni una sola célula de bondad. Mi vida completa estaba dedicada al mal y al sufrimiento. Mis pupilas dilatadas con la sangre negra, el olor terrible del ala del ángel de la muerte, mi rostro alumbrado con el mediodía y la desidia por la vida, propia y ajena, me convirtieron en el verdugo más nefasto y odioso a la existencia humana que el mundo haya conocido.

Mis métodos incluían torturas horrendas en las cuales toda la anatomía, toda la carne, era símbolo de dolor y agonía. La orfebrería mi deleite. El hierro forjado cercenaba de forma fácil la ternura de la carne, la fragilidad terrible de un dedo, un brazo, un muslo; recuerdo que hay partes aún más blandas, deliciosas para mutilar.

El encargo del que hablo traspasó mi propia imaginación. El rey, envuelto en su tedio de poder, absorto en riqueza, embebido en su gloria, encomendó a este, su mejor verdugo y orfebre, la construcción de una macabra obra.

Su idea, tal cual, no pudo haber sido premeditada por él mismo. El Ángel de la Muerte debió dictarle al oído, en esas largas noches de vino, los garabatos que transcribió en un rudimentario bosquejo, aquel día nefasto.

De inmediato inicié la construcción. La luz del fuego luchando contra el bronce se internaba en mis dilatadas pupilas, de cuando en cuando, una gota enorme de sudor se evaporaba antes de caer al piso. El martillo y las tenazas machacaban el tiempo con un estertor diabólico. Enfriar el hierro me solazaba, pues veía cada vez más cerca el día opulento del estreno en palacio de mi obra, de mi creación. Surgía de las brazas, poco a poco, la figura más hermosa que jamás haya presenciado hombre alguno sobre la tierra.

Setenta y cinco días con sus noches trabajé hasta el cansancio, solo el cruel sueño y la necesidad de agua y algo de pan mantenía esta osamenta viva. La contemplación del bronce forjado, perfectamente bruñido, hubiese maravillado al mismo Hefesto. Su interior, igualmente ingenioso, sólo daba crédito a una mente malditamente brillante. Su funcionamiento, un deleite enorme en maldad y sufrimiento. – Maldito aquel que en algún momento fuese condenado a sufrir en esta máquina – me deleitaba pensando mientras terminaba de pulir las grandes piezas de bronce que llevarían gozo al rey y su séquito.

El día llegó, un poco más caliente que otros. La escolta del rey personalmente se encargó de trasladar el aparato de mi taller al salón principal de palacio. Magníficos pisos de mármol acompañaban mi entrada triunfal a la morada real, así como grandes columnas, estatuas exquisitas, oro y terciopelo, vino y fanfarria. La fiesta continuó hasta que entró la noche, horrorosa noche.

Fui tratado como el mismo rey, apostado a su lado. Delegaciones exóticas de regiones lejanas ofrendaban al rey su piedad y su vida. Mujeres que entregaban a sus hijos para no verlos morir, siervos que preferían ver mutilar un brazo o un ojo ante la corte para complacer al mórbido tirano. Perdón a sus vidas.

Ya el vino me había nublado el pensamiento. En el umbral de la puerta principal aparecieron las siluetas de dos verdugos. El atardecer en sus espaldas encandiló un poco mi pobre visión, atormentada por el ingrato brillo de metales incandescentes. Los vi acercarse al rey. Susurrar algunas palabras. La violencia con la que recibí en mi rostro el golpe del más fornido de ellos me dejó inconsciente por algunos minutos.

Desperté dentro del toro.

El fuego abrazador que se alzaba bajo su vientre quemaba la piel tierna de mis piernas. El calor sofocante me obligó a soplar por mi ingenioso sistema de ventilas, similares a una trompeta, y así, lograr una bocanada mezquina de aire fresco reproduciendo los horrendos mugidos del toro; el toro del rey Falaris.