viernes, 7 de agosto de 2009

Suave y milenaria evolución


No se podía llamar insecto fobia; ésta es tan solo una palabra. Explicar con grafito en papel un sentimiento es complicado. Una fobia lo es más. De todas las situaciones que le podían aterrorizar, sentía especial pánico por aquellas que involucraran estos seres de seis patas, alas en delta, especialmente verdes o verduscos, chapulines, esperanzas o chicharras.

De niño siempre tuvo ese temor. Su casa, aún cuando se ubicaba en el centro de San José, tenía un patio amplio y lleno de vegetación; plantas pequeñas acomodadas en sus maceteras, otras más afortunadas clavadas directamente en la tierra, árboles, grandes y pequeños, frutales y ornamentales, flores de todos colores, algunas grandes y suculentas, otras pequeñas, enredaderas a paredes llenas, verde por doquier.

Por alguna razón, ese constante contacto con estos seres no lo alejó del miedo. Su terror se acrecentaba en épocas en que las chicharras se aparean y revientan sus vientres chillando por un manojo de huevos que fertilizar. El sonido era aterrador. En ocasiones se descubría debajo de la cama o alguna silla del comedor suplicando por un silencio que no llegaba sino varios días después.

Conocía perfectamente que tan solo algunos de ellos son ofensivos, que sus apariencias alienígenas son producto de una suave y milenaria evolución, que sus organismos son máquinas fantásticas de supervivencia, que ante el ser humano el insecto es eso, un insecto. Pero el pánico brotaba cada vez que sentía el fiero aleteo de uno de ellos o el sonido horripilante de las chicharras.

Este pálido sentimiento no mejoró. Su niñez comenzaba a develar pequeños vellos y rechinidos en la voz. De cuando en cuando se topaba de frente con su miedo, pero su vida transcurría entre amigos y bicicletas.

A pesar de sus escasos años, su libertad era grande, iba y venía por doquier sin dar cuenta a nadie de lo que hacía. A veces sus llegadas a casa traspasaban el anochecer y se prolongaban alguna hora más que la caída del sol.

Un día en que ya de noche regresaba, sintió que sus pasos eran seguidos por alguien más. En la oscuridad no podía distinguir a su depredador, sin embargo sabía que el ataque era inminente.
Agitó su paso, casi al punto de correr. Su perseguidor emprendió la carrera. En su huída, sus piernas pubertinas le fallaban, trastabillaba. Los fuertes pasos de su atracador eran firmes y sonoros, de zapatos grandes y pesados. Corrió hasta gastar el resuello. Tuvo que detenerse.

De espaldas a una pared logró ver la silueta sin rostro de su asaltante. El depredador se acercó a él con parsimonia, jugueteando con su presa.

Cerca de su oreja derecha, pegada a la pared, había una majestuosa, verdusca y hermosa chicharra adulta que en el momento justo lanzó un enorme y sentimental chillido a la vez que agitaba vigorosamente sus fornidas alas.

Su asaltante, lleno de temor, dobló su rostro en una espantosa mueca, pupilas dilatadas y vellos en punta. Sus piernas se doblaron en una terrorífica posición. Su estómago enjuto contorsionó en feroces espasmos que lo hicieron vomitar. Su rostro palideció y la sudoración en su cuerpo era copiosa. Sus músculos no respondieron y poco a poco se apoderó de él una espantosa parálisis que llegó a parecer un ataque violento de epilepsia.

Huí.

Julio, 2009.

La Jactancia de la Gacela


Un buen día abrí los ojos y sentí el acre olor que llena las salas de hospital. Un sonido de voces y pequeños frascos en las manos de enfermeras me hicieron concluir que en efecto estaba en una cama, atado a una serie de mangueras que salían de todas partes de mi cuerpo. Mi prisión estaba adornada también por aparatos que mantenían un sonido constante, un chillido por allá, un estertor por acá. Pero estos no eran el mayor de mis descubrimientos. Intenté mover mis manos, apoyarme en el frío colchón y de un tirón dejar de una vez por todas la blanca cama que me aprisionaba con fuerza. Mi sorpresa: no logré mover el brazo, ni la mano, ni el dedo ni la parte más diminuta de mi organismo. Eran mis ojos los que, por algún extraño artificio, funcionaban aún y me conectaban de alguna forma con mi circunstancia.

La voz nasal de mi hermana a través de la puerta me hizo averiguar que también conservaba algo de mi sentido del oído. Con todas mis fuerzas intenté gritar, revolverme como un gusano, bajar de esa cama y al menos arrastrarme viperinamente hasta la puerta, golpear y salir de esa celda que me mantenía inmóvil. No lo logré. Tan solo pensarlo me agotaba. Intenté averiguar si en aquella habitación inmersa en el claroscuro había otro ser viviente, algo o alguien que lograra llamar la atención de mi hermana que aún hablaba al otro lado de la puerta.

De repente el silencio. Poco a poco, lejos ya del estupor inicial, comenzó a apoderarse de mí un nerviosismo azul que se fue convirtiendo, con la complicidad del silencio, en un terror infinito.

En mi horizontalidad logré escuchar que la puerta se habría lentamente, cadenciosamente, llena de malicia. Oí los pesados pasos de mi hermana Julia, sollozando, acercándose macabramente hacia mi lado. Sentí una dicha enorme, al fin la ayuda que había anhelado justo antes que el pánico me destrozara. Sin embargo, Julia tan solo sollozaba y rezaba, un rezo monótono, cacofónico, entrecortado por suspiros, húmedo de lágrimas. Mi calma se transformó de nuevo en miedo.

Nuevamente un descanso a mi ya mancillada cordura cuando inquieto, me doy cuenta que Julia me habla, que se dirige a mí, que de alguna forma transformó su plegaria en súplica, pidiendo acaloradamente en su silencio mi perdón, recordando a nuestra madre, despreciando a nuestro padre, asaltada por remordimientos de su ingrata vida. Constantemente repetía: - Perdoname, por favor, perdoname – teñido luego de incoherencia y confusión.

La oscuridad no permitía a Julia ver el horror en mis ojos, mis gritos que no alcanzaban más que el silencio. Descubrí las intenciones de mi querida hermana. Mi situación había despertado en ella la más grande compasión y había decidido terminar su sufrimiento a través de mi muerte.
Ante mi lúgubre descubrimiento, en mis entrañas comenzó a hervir la sangre, como un volcán furioso en plena erupción, como el despegue magnífico de una nave espacial, como el majestuoso salto de una gacela para jactarse ante su guepardo, como un resorte… me liberé de mi prisión.

Junio, 2009.