lunes, 7 de septiembre de 2009

Los Estudiantes

De los relatos homéricos nuestra memoria rescata deidades y mitos. Homero por sí mismo es un mito. Un juglar ciego que pasó su vida viajando por el archipiélago griego, recitando de memoria monumentales poemas parece a algunos una leyenda, un mito sin más ni más. Hay quien de forma contundente considera que en Homero se funden varios cientos de años y juglares y tradición que diluidas en el tiempo cobraron el nombre del poeta de Micenas (o acaso Atenas.)

Su obra mayor puede dividirse en dos: el último año de la guerra de Troya, según se afirma de forma pacífica, y el regreso de Odiseo, también llamado Ulises, a su querida y árida Ítaca. No tan pacífica resulta la autoría de ellos. Se intuye que el primero, por su estilo, fue escrito por alguien distinto al que narró las aventuras de Odiseo en su regreso a Penélope. Esta afirmación levantó una gran llama pues se creyó sacrilegio borrar de la Odisea el nombre de Homero.

Falaces resultan algunos argumentos, convincentes otros, lo cierto es que, de su lectura, sin necesidad de entrar a estudios detallados, se logra descubrir que en efecto la dulzura y sonoridad con que se describen las cuitas odiséicas no es igual a la fortaleza y pundonor con que se narra la muerte de Patroclo.

Pero más llamativo aún resulta el hecho de la presencia de Zeus y sus hijos en ambas obras. La toma de Ilión se atribuye a la complacencia del Crónida ante los ruegos simpáticos de Hera y Atenea, los humanos eran simples piezas en el juego de la guerra, adorada por Ares. (son Ares y la guerra lo mismo?). Odiseo no encuentra más descanso que su propia situación, no hay báculo divino proporcionado por el olímpico tal y como sí lo encuentra Héctor al asesinar al Menetíada atribuyendo esta traición a una flecha perdida de Apolo.

A pesar de la alevosía con que se engaña al Cíclope Polifemo, Ulises hace mofa de la ceguera de su enemigo, luego de robar leche y queso y mantenerse con vida al hacerle beber el dulce vino entregado por Calipso y mutar su piel en la de oveja en fantástica huída de la cueva del semi dios.

Fantasía o no, los dioses colaboran con la vida de los humanos, inclusive seres mitad dios mitad hombre caminan entre nosotros, seres que creíamos imaginados por cuentos de ciencia ficción en Homero son reales; los cíclopes que se nutren de leche de cabra; el consorcio entre Tetis y Peleo que alumbró a Aquiles. Hay quienes afirman que el cristianismo decantó en Jesús los relatos homéricos, hijo de un dios y una mortal.

Son evidentes los símbolos, o dioses. Ares la guerra, Venus, el amor, entregados al disfrute de pernoctar en el iluminado Olimpo; guerra y amor, ¿acaso no son lo mismo? El sueño primo de la muerte, pues cuando dormimos estamos casi muertos; Las Horas, tejiendo interminable tela en la vida de los humanos; Boreas y Euro, vientos ligeros, rápidos mensajeros; Discordia y Furia, hermanas que no se separan.

El simbolismo en la Odisea y la Ilíada difieren sustancialmente. En aquella, el hombre se asimila al dios, son iguales, de la misma fortaleza e inteligencia; Calipso no puede retener a Odiseo; Escila y Caribdis no logran detener al Laertíada en sus horrendas fauces; Polifemo es engañado vilmente. El relato de la toma de Troya, por su parte, coloca al hombre como un objeto que es manipulado fácilmente por los deseos y caprichos de los dioses según simpatías particulares que resultan más que odiosas. Es Zeus el que define cómo y cuándo muere Patroclo; cómo ha de morir y ser rescatado el héroe Héctor; el destino fatal de Dolón.

Cansado ya de lectura trivial y francamente no tan buena, decidió cerrar el pequeño libro de pasta dura y rugosa, casi negra. Pensamientos de loco coleccionista de Homero. El libro le pareció interesante, no tanto el título ni el autor, al cual evidentemente lo sometían los relatos abstractos de una época etérea y poco probable, sino el extraño olor a página seca y amarilla, una mezcla entre hongos y polvo perfectamente balanceados que penetró en su nariz y casi como un extraño clímax, le provocó un potente estornudo que sacó de su lectura a los demás estudiantes que compartían con él los silenciosos y largos salones de matices marrón y negro que conformaban la sala de estudio individual de la biblioteca capitalina.

Consiguió abrir de nuevo el libro procurando no aspirar el suave coctel de esporas que contenían las páginas avejentadas de este ejemplar que de alguna forma lo hicieron alucinar y soñar.
Cerró nuevamente el libraco para evitar aspirar el extrañamente delicioso olor de ese libro de mal ver. Decidió buscar referencias del panfleto que por casualidad lo había dispersado de su gordo y extrañamente aburrido texto de “Economía General” que había escrito algún ruso o polaco. Este era distinto, su aspecto lo determinó en primer lugar a ignorarlo sin poder dejar de pensar en él.

Era difícil de leer pues su tipografía era chata y algo redondeada, con letra pequeñísima y páginas que no se amoldaban a la mano, tenían algo así como vida propia, era imposible darle una posición cómoda. - Las primeras páginas desprendidas se perdieron en algún lugar de la biblioteca sin que en realidad a nadie le importe – pensó.

Intentó hablar con el bibliotecario, perfectamente camuflado entre las pilas de libros que debía acomodar, pero no hizo más que encoger sus huesudos hombros, balbucear unas palabras y volver a encogerlos.

La biblioteca lo había consternado. El libro le indujo un agudo dolor de cabeza que lo atormentó durante un par de horas. Cerró los ojos con fuerza al mismo tiempo que sus dedos índice y pulgar apretaban firmemente los lagrimales, extraño remedio para el cansancio. Los abrió de nuevo. Pasmo. La Biblioteca vacía. Solo el delicioso olor al maldito librillo olvidado por los tiempos en los gastados estantes de una biblioteca que no podían reconocer el mal gusto de una traducción de pacotilla.

Con furia esta vez volvió a restregar sus ojos solamente para comprobar que los estudiantes estaban allí todavía y que todo había sido una odiosa alucinación que olvidaría en el momento en que tomara ese trago que tanto anhelaba en el bar esquinero con olor a tabla podrida y olla de carne. Pero no, estaba solo, atrapado por alguna razón en el tiempo. Se sintió desolado. Corrió en busca del despreciable bibliotecario sombrío, búsqueda nefanda. Solo se acrecentó su tormento al apreciarse aislado en los pasillos olorosos y llenos de eco.

Su desesperación lo hizo recordar a Dios. Pidió ayuda, con vehemencia: sus gritos retumbaban rebotando en las paredes altas y frías. - Dios? Ares? Zeus? el olímpico – gritó espantosamente - buscando una alternativa de dios que pudiese ayudar.
De la mesa cayó el folletín, esparciendo de nuevo las deliciosas esporas alucinantes que aspiró con brutalidad; los peldaños de la biblioteca lo harían vacilar entre la búsqueda de su escudero y el carro o lanzarse valientemente a la batalla que se gestaba frente al campamento de su ejército.

Un extraño cantar de sirenas le indicó que la playa se encontraba cerca y que era hora de trabar el combate. Vistió su armadura y ciñó hermosas grebas a sus piernas. De un salto avistó a Hector en la multitud de la cruel batalla. Oró a los dioses que le ayudasen a vencerlo y vengar de una vez por todas la muerte dolosa de su escudero. Decidió atacarlo de cerca pues no quería que el placer de la muerte del enemigo se fuera volando junto con el difunto al Tártaro. Empuñó la fornida espada y se abalanzó ferozmente sobre su enemigo mortal, sin vacilación, sediento de sangre, embriagado de venganza…

El bibliotecario, en legítima defensa, le clavó el abre cartas en el cuello.

Agosto, 2009

(Ganador Cuarto Concurso de Cuento Corto 89 Decibeles http://www.89decibeles.com/comunidad/foro/literatura/11132)